Por Bruce Goldsmith

En cierto modo volar es un juego de suposiciones. Para volar con seguridad, incluso para realizar un simple planeo entre el despegue y el aterrizaje, el piloto debe disponer de una información esencial sobre el aire y la forma en la que se mueve:

• ¿Cuál es la dirección del viento?
• ¿Dónde se encuentra la térmica?
• ¿Qué tamaño y forma tiene?
• ¿Dónde está el núcleo?
• ¿Cómo será la turbulencia detrás de esa colina?

Pero lo que hace fascinante el vuelo es precisamente la invisibilidad del aire, el hecho de que el piloto sólo pueda suponer cómo se comporta a través de la observación de sus efectos sobre los objetos que sí es capaz de ver. Esto incluye obviamente las nubes, el suelo y el movimiento de otros elementos voladores, tanto pilotos como aves. Por eso la observación constituye la clave para comprender el comportamiento del aire, lo que nos permitirá llegar a ser buenos pilotos.

Así expuesto suena sencillo y bastante lógico, pero no es fácil. Quien no vuele con frecuencia necesitará dedicar la mayor parte de su atención al control de la vela y, por ello, no le quedará apenas capacidad para concentrarse en observar lo que sucede a su alrededor, que es lo que realmente importa. Por eso a medida que el hecho de volar se convierte en algo habitual, liberamos la mente para prestar más atención a nuestro alrededor. Este detalle es el que en gran medida hace que los más experimentados sean realmente buenos volando. Precisamente por haber convertido el vuelo en un acto automático, tienen más tiempo para observar los detalles de cuanto les rodea.

Hay cientos de cosas útiles que observar; cuanto más observes mejor entenderás cómo se comporta el aire y más acertadas decisiones adoptarás. Esto también se aplica a casi todas las situaciones que un piloto puede encontrar: Despegue, aterrizaje, vuelo en la térmica, ladera, transiciones y por supuesto, en el vuelo en competición.

 

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